30 de agosto de 2009

CATARSIS

CUENTO DE YOEL BÁEZ

Después que haya apretado el gatillo todo será diferente. Al menos eso dicen. La vida de un hombre no da un verdadero giro nunca si este no ha disparado un arma. Y de eso yo sé. Llevo días meditándolo, lo sé bien. No podré jactarme de estar vivo y disfrutar una copa con alguna chica linda y hacerle el amor y volvérselo a hacer y manejar el auto a gran velocidad y burlar la policía, y fumar y dormir, hasta que no experimente el néctar de la esencia de la vida desde su más viable peculio: El asesinato. Esos cincuenta segundos en que el olor a pólvora te llena los pulmones y te envuelve esa nube punzante de vidorria que se une en cruz. Aquellos segundos apenas perceptibles en que la vida de uno se conecta con la de la persona que expira. Y en que la muerte ronda en los dos labios por igual y trae de uno y del otro y da a uno y al otro y quita.

Mi padre así lo hizo y he visto en sus ojos que es otro desde entonces. Él tenía una pistola, que escondía en un calcetín en la gaveta de abajo del closet. En la parte izquierda, al fondo, para si algún día se metía un tipo a la casa. Yo solía tocarla y sentir cómo el metal frío congelaba mis dedos. Cómo pesaba en las dos manos. Y no la soltaba. Me gustaba la sensación. La extrema embriaguez de poder que sentía en ese momento. Poder que se multiplicaba sobremanera cuando les apuntaba en la cama, dormidos, en horas de la madrugada, como en el cine. Decía Bam, y sus cráneos se abrían. Entonces sentía miedo y asco, una abulta sensación que nunca he sabido explicar, y guardaba la pistola. Me iba a mi cama, en ese entonces podía dormir. Soñaba con la misma escena. Muchas veces maté a mis padres.

Decía que su vida dio un giro. Yo estaba en la escuela, al regresar lo encontré esposado, mirando fijamente el cuerpo sin vida de mamá, con los moretones resueltos en lucir bien para las cámaras. El rostro triste. Con los ojos congelados, abiertos, como queriendo mirar. Una mueca escuálida provocada por la excitación del baboseo de la muerte o mi padre qué sé yo. Con los dientes curtidos, manchados de sangre seca y dura. Un agujero en la garganta aun latiendo, dos más en el vientre y un último entre las costillas. En bata de dormir. Con el mismo olor a mostaza que siempre llevó encima. Ahora una mezcla de mostaza y cobre. Con el cuello recostado de la pared vestida de los últimos segmentos de una discusión y luego el corte. Asimilando la última escena: mi padre preso montándose en la patrulla feliz y un niño feo dado en adopción sin su consentimiento.

Llevo días meditándolo. Tengo que matar una persona. Pondré mi granito de arena en el quehacer del señor Dios, voy a librarle de abatirse por un parásito de las calles. Y también me libraré a mí mismo. Lograré conciliar el sueño estoy seguro. No digo que tenga que ser una persona normal, me refiero a que no tiene que ser una señora con hijos, o un oficial de policía. Basta que sea persona. Tal vez un borracho de esos que se caen de culo cuando andan orbitando en las calles. Un borracho me gustaría. O una prostituta, pero no cualquier prostituta, me refiero a una de esas viejas con las tetas que le llegan a la cintura y el cuero arrugado, de esas que piensan que aún son provocativas, de las que uno no se puede fiar.

Eso es lo que debo hacer. Saldré y buscaré a quien matar. Debe ser alguien que no merezca vivir, al que la vida haya maltratado severamente. Pero debe ser alguien que quiera seguir viviendo. De nada serviría matar a alguien que quiera morir. No tendría chiste. Sería como ver “Taxi Driver” y dormirte los últimos quince minutos. La película sería una abominación para ti y estarías tirando una de las mejores películas del mundo cuando a quien deberías tirar es a ti mismo. No sé si me explico. En fin, sería una inmundicia. Por eso tengo que matar a alguien que esté sumergido en el lodo asqueroso de esta ciudad, pero que aún así, desee seguir con vida.

Siempre sucede que cuando conozco a alguien es para algo, por ejemplo la semana pasada conocí a un abogado, y esto es lo más mínimo que me ha pasado, fui a un restaurante por el ayuntamiento, eran masomenos las once de la noche, iban casi a cerrar. Estaba comiendo de la especialidad de la casa, y me la recomendó. En ese momento le conocí, se paró con su plato, y, maletín en mano, se sentó en mi mesa. Era calvo, tenía un extraño corte de cabello, con traje. Sus ojos, debajo de esos lentes de botella, infundaban una timidez reprimida, presa de la sin razón del miedo al rechazo. Era de estas personas que arrojan amor por los ojos, y la boca, y las manos. No sé de dónde sacó el valor de insinuárseme, y más de una vez. Lo que fue genial porque me di cuenta que odio a los homosexuales.

Me he propuesto completar mi tarea. No creo que pase de este día sin tener vida otra. Me iré de la ciudad. Este emporio es para simios, es una réplica del libro comic de Frank Miller, el que llevó Robert Rodríguez a la gran pantalla. No me gusta nada. No la película. La ciudad. Saldré de aquí y comenzaré a andar por la vida tan alegre como mi padre, con una sonrisa que me dure cuarenta años.

Camino las calles, hay muchos arquetipos con quienes me gustaría completar mi catarsis. Lo que más hay son prostitutas y no a todas les cuelgan las tetas. Y borrachos, maricones, traficantes, y policías corruptos.

Ninguno me convence tanto como él. Aquel joven negro. De pelo afro y labios gruesos. Sin camisa. Sucio y con ese hedor en la boca a alcantarillas. Uñas largas teñidas de un marrón robusto y tierra negra incrustada en los dedos. Descalzo. Con el estómago pegado a la espalda. Y los brazos flacos lleno de cicatrices de agujas. Tiene una expresión en su cara.

Le he convencido para que me acompañe. Ha sido fácil, le he ofrecido comida rápida. Y ha comido hasta que ha botado parte del sándwich por la boca y la nariz, literalmente. Y luego ha vuelto a comer porque le he pedido que lo haga.

Vamos caminando por la esquina del ayuntamiento, hay un motel cerca. Ahí pienso matarle. Le he dicho que en la mañana iremos a comprar cosas. Estoy un poco nervioso. Excitado. De vez en cuando me llevo la mano por debajo de la camisa para tocar el revólver. Cuando no lo estoy tocando llevo la mano al aire, o en el bolsillo.

Estamos entrando a la recepción del motel. Una señora se nos queda viendo. Le he echado la reprimenda de su vida. No creo que se nos asome más. El lugar está vacío, salvo por la señora y el chico virgen que tiene sexo con la prostituta en el pasillo, detrás de la máquina de refrescos. Conduzco al negro hasta el otro pasillo, la habitación 22, lo mataré ahí dentro. Luego saldré y no seré yo y tendré esa sonrisa inmersa que me durará cuarenta años, estoy seguro.

Ya estamos ahí, está oscuro, prefiero que se quede así. Le he pedido que se quite la ropa, que se tire a la cama. Supongo que me ha malinterpretado. Hace un bailecito y se toca debajo con los dedos. No importa, de todos modos morirá en breve. Le he pedido que cierre los ojos. Sonríe y se contonea.

Comienzo a apuntarle. Quiero ponerle una bala en el estómago y al rato otra entre las costillas. No quiero que muera en seguida. No tendría chiste. Sería como ver “Reservoir Dogs” quince minutos después del comienzo. Al final quiero meterle una bala en la cien. Trataré de que se le explote el cráneo, como en mis sueños. Me acerco a él, quiero que sea a quemarropa. Él sabe que me le acerco, sonríe maliciosamente y se da vuelta muy lento, le digo que no lo haga. Estoy muy cerca, tanto que puedo sentir su respiración. Tengo el dedo en el gatillo, la mano me suda, el frío del metal es ahora apenas perceptible. El niño al lado mio dice Bam.